Alguna vez, de pronto, me despierto: Un dolor me recorre tenazmente, un dolor que está siempre, agazapado, por saltar, desde adentro. Entonces tengo miedo. Entonces, me doy cuenta que estoy sola frente a mí, frente a Dios, frente a un espejo lleno de mis imágenes, de rostros polvorientos.
Estoy sola, pero siempre estoy sola: Es lo único cierto. El amor era un huésped, la soledad es siempre el compañero que permanece al lado, inconmovible. Lo único seguro, verdadero. Oigo mi corazón, vieja campana que dobla y que golpea, que rebota en las sienes y en la nuca y en la boca y los dedos. Es cierto, tengo miedo. Miedo de no poder gritar, de pronto, de que ya sea demasiado tarde para un ruego. La costumbre ahoga las palabras y alarga el desencuentro. Ah, tantas cosas quedarán ocultas, perdidas, sin recuerdo, tantas palabras que no fueron dichas, tantos gestos.
Unos dirán: Yo sé, la he conocido, fue una ardiente rebelde, se desolló las manos y la vida por defender los que creyó más débiles. Otros dirán: Yo sé, la he conocido, era dura, malévola, avara de ternura, con la boca mostraba su desprecio. Alguien dirá: Y cómo sonreía... Qué importa lo que vendrá después del gran silencio. Claro que tengo miedo. Así, en la madrugada mientras algún dolor -un dolor, siempre- va hincando sus agujas en mi cuerpo, abro las manos en la sombra dulce para atrapar mi soledad, de nuevo, y me quedo a su lado, sin moverme, con los ojos abiertos la vida detenida. Toda mi sangre es un temor inmenso.
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