Toda acción siempre conlleva un riesgo, por mínimo que éste sea. Aunque no seamos capaces (o no queramos... o lo que sea) de verlo.
Ayer por la mañana recogí un gatito enfrente de casa, estaba solo, en medio de la carretera, con una infección en los ojos de cuidado. No se movía y casi le atropella un coche, por eso, sin pensármelo dos veces lo cogí y me lo subí a casa, le limpié los ojitos y le dí agua. Estaba asustado, pero parecía que estaba bien. Mis otros dos gatos se volvieron locos, Misi, muy en su estilo de reina del cotarro se puso a bufar y a enseñar los dientes. Nico en cambio se asustó tanto que se metió en el armazón del sofá, aún no sabemos cómo, y estuvo dentro más de tres horas sin moverse ni hacer un ruido. Total, unos en unas habitaciones y el pequeñajo en mi dormitorio.
Bajamos al chiquitín al veterinario y parecía que estaba todo bien, colirio para los ojos y hasta la semana que viene para empezar con las vacunas. Anoche ya no quiso comer nada, y apenas bebió agua. Esta mañana conseguí darle dos mililitros con una jeringa. Cuando he vuelto de trabajar (que me he escapado antes de hora hoy), estaba muerto. No sé si ya estaba enfermo y el veterinario no podía saberlo, y supongo que siendo un gato callejero podría tener cualquier enfermedad.
En todo caso es una auténtica pena que el pobre chiquitín haya muerto en casa, solo. Como diría mi amiga Jimena, estoy en todo un momentazo de "inmadurez de la generación Candy Candy", y no le quito razón, pero estoy triste, y me apetecía desahogarme. Y dejar aquí el recuerdo del chiquitín que por un día formó parte de nuestro hogar.
Un gatito que vuelve a ser polvo de estrellas.
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