La granada y la Diosa... (P & P II)

20 septiembre 2009

(La inspiración para el siguiente relato apareció a raíz del relato que publicó mi amigo Nacho en su blog, y que podéis encontrar aquí, un relato cargado de pasión y belleza que me inspiró para querer contar la historia de Proserpina/Perséfone, desde su propia perspectiva... en este relato hay más, mucho más de lo que aparece a simple vista, pues el mito de Proserpina, como arquetipo, es el relato del despertar. Espero que os guste tanto leerlo como a mí me ha gustado escribirlo).

Nunca sentí su mirada, encendida de deseo, recorriendo mi piel... y es que, hasta aquel momento, sólo sentí el escalofrío de las gotas de lluvia acariciándome, y el calor del sol en mi espalda... no sabía de la furia de la pasión del hombre, del ansia del Dios.

Yo, que sólo conocí el amor de Madre, la luz del sol, la vida, la brisa y la risa, la alegría... la inocencia...
¿acaso podría la Sibila saber de mi destino?, ¿ver las tinieblas que envolverían mi sino?

Son pocos los recuerdos que me quedan del infausto día: sus manos ciñéndome con fuerza, de repente, invisible a mis ojos. Su aroma penetrante y su fuerza me rodearon y me dejaron exhausta: luche con todas mis fuerzas. Grité, arañé, empujé y golpeé... no fue suficiente, y de repente se hizo la oscuridad... y el silencio.

Y el manto impenetrable de la noche lo cubrió todo, y el silencio se hizo denso. Sólo sentí el frío del mármol que era ahora mi piel. Mi corazón. Mi pensamiento. Y a pesar de que mi corazón se volvió de piedra, sentí la levedad de las lágrimas recorriendo mi pétreo rostro, y bañar la comisura de mis labios.  Es mi último recuerdo a la entrada del Averno, navegando el Aqueronte.

No afloraron más recuerdos de esa impenetrable oscuridad que me cubrió cuando Plutón fue castigado por su osadía, y fui transformada en piedra. Pero un día desperté, y la piedra se hizo carne de nuevo, y bajé del pedestal en que me había colocado, en su sala del trono.

No era su prisionera, pero no había salida. Podía vagar por su infinito reino gris, donde no lucía la luz del sol, donde no corría la brisa, ni existía la alegría del color, del canto de los pájaros, ni el perfume de las flores. La tristeza lo impregnaba todo: lúgubre era también la antes cantarina agua de los ríos.

A veces lo sorprendía rondándome, se acercaba silencioso y me miraba. Una mirada cargada de infinita tristeza, y que yo correspondía con una mirada cargada de odio y de rabia, de dolor por los tesoros perdidos. No existía más que el silencio entre nosotros. En ese mundo gris yo ya sólo entendía de silencios.

Solía pasear sin rumbo, en un tiempo indefinido, pues allí el día y la noche dejaron de tener sentido. A veces me sentaba a las orillas del Acheron y dejaba que la nostalgia y la tristeza me envolvieran y me calaran, al igual que las diminutas gotas de agua que me salpicaban desde el río. Y me sumergía en aquellos recuerdos que poco a poco iban desapareciendo de mi mente, llevados por el agua... y es que a veces el dolor era tan insoportable que envidiaba a los habitantes de los Campos Elíseos, y mi único deseo era sumergirme en el Lethe, dejarme llevar por el olvido... con la esperanza de romper las cadenas de mis últimos recuerdos, y dejar atrás el dolor.

Pero yo, Diosa, hija del Dios de Dioses, era demasiado orgullosa, y no me dejé vencer por el desánimo  y comencé a planear la forma de huir, pues la idea de ser rescatada aparecía descabellada en mis pensamientos: ¿qué Dios osaría desafiar al hermano de Júpiter?, ¿quién se enfrentaría con el señor de los muertos cara a cara?.

Comencé a rondar la sala del trono, protegida en la penumbra  y la sombra de los rincones, huyendo de la tenue luz, escondiéndome tras las frías columnas.  Comencé a asistir a los juicios en los que era requerida su presencia, esperando encontrar entre sus palabras o en las de los jueces un resquicio, algo a lo que asirme para poder escapar, buscar una salida. Asistí a un juicio tras otro, en los que de forma firme, pero misericordiosa imponía castigos o premiaba, y es que sólo existía justicia en aquella sala. ¿Era ese el mismo Dios arrebatado de pasión el que ahora, sentado en un trono, tan cercano como distante, administraba el perdón a sus nuevos súbditos?

No sé cómo ocurrió, pero acabé rondando la sala del trono siempre que él estaba cerca. Ahora intuía su presencia cercana, y más de una vez me creí descubierta, cuando su miraba registraba las sombras que me ocultaban entre las columnas. Admiraba su mirada serena y su voz profunda... y mientras le miraba calmaba el ardor de la piel de mis mejillas contra el frío mármol. Había amor en su forma de hablar, comprensión... y un toque de tristeza en su mirada... Nadie escapa a la soledad del trono, a la tristeza de este mundo sin vida.

Comencé a ansiar su cercanía, y dejé de esconderme en las sombras, buscando su mirada. No me acerqué, las heridas eran profundas aún, y su mirada en la mía se posaba triste. Demasiado dolor acumulado, rencores que aún ardían como ascuas entre las cenizas. Y el tiempo seguía su discurrir sin forma...

Una vez, antes de comenzar un juicio, se me acercó... y sentí como mi alma y mi cuerpo comenzaron a temblar... "¿querríais acompañarme en el trono?, vuestra belleza y presencia haría más llevadera la dureza del juicio a los nuevos habitantes del Averno". Sólo pude admirar la belleza de sus ojos, rodeados de pequeñas arrugas, me preguntaba por la suavidad de las ondas de su cabello y su barba... por la timidez de su sonrisa cuando terminó de formular su petición. Asentí con la cabeza, incapaz de hacer surgir las palabras, casi ya olvidadas, de mis labios.

Y mi rutina gris varió al asistir a los juicios desde el trono, lo que no hizo más que acrecentar un sentimiento desconocido en mí. Recuperé el habla, sólo para los juicios, cuando él me pedía mi opinión ante un caso especialmente difícil, o cuando yo le pedía clemencia para alguien que me había conmovido. Una vez terminado, mis labios volvían a quedar sellados, pero las palabras brotaban a borbotones por mis ojos y mis manos... mi mirada le recorría y se deleitaba en él, en el ancho de su espalda, lo poderoso de sus hombros... la fuerza de sus brazos y piernas... el calor que prometía su pecho. Y él me devolvía esa mirada, triste al principio... y acompañada de una leve sonrisa después, que se iba haciendo mayor a medida que descubría mis ojos fijos en los suyos.

Y le sonreí. Un día le sonreí con mis ojos, con mi corazón, que había creído convertido en piedra,  con el temblor de mi piel, estremecida ante algo que jamás había sentido. Y es que sentada a su lado me dejaba envolver por su calor... y por el deseo que había vuelto a resurgir en él... un deseo que se había despertado en mí y que me era completamente desconocido. Me cogió de la mano tras el juicio,  y me invitó a acompañarlo, paseando por su reino, entre árboles plateados que se mecían en una brisa invisible, en las riberas del Estigia. Sentía su piel abrasando la mía, su mano me quemaba y el ardor de mis mejillas tiñeron de color la palidez que me seguía en mi cautiverio.

-"Sois compasiva y dulce, suave como un bálsamo para mi soledad y mi  tristeza... para la de todos nosotros. Siento haberte arrebatado a tu madre y todo el dolor que os he causado. Entendería que quisierais dejarnos, dejarme... si así lo deseáis os devolveré a vuestro mundo".
-"No, no" -dije, mientras posaba mi mano en sus labios... que respondieron con un beso en las yemas de mis dedos. Busqué su mirada, tristemente posada en el suelo, esperando una respuesta que le desgarrara el corazón sin piedad. Pero esa respuesta que él esperaba, aquella que yo creía que formularía a la menor oportunidad, no surgió de mis labios.
-"No quiero irme, éste es ahora mi sitio" dije, sosteniendo su cara entre mis manos, buscando su mirada con la mía.... sonriendo, temblando, y sintiendo que el mundo daba vueltas enloquecido y se detenía a la vez, sólo para nosotros, sólo para observarnos.
-"Sois una diosa, hija del Dios de Dioses, no puedo reteneros" dijo,  mientras se me escapaba de entre las manos y se dejaba caer a los pies de un granado, a las orillas del río.
Miré el granado, y sin pensar lo que hacía cogí uno de sus frutos, lo abrí y me comí tres granos, sabiendo las consecuencias de ese acto, pero dispuesta a cualquier cosa con tal de no perder el nuevo tesoro encontrado.
Me miró confundido: "¿pero sabéis lo que habéis hecho? Habéis tomado alimento del Averno, ahora estáis condenada a permanecer aquí".
Me arrodillé a su lado, y volviendo a tomar su cara entre mis manos, le sonreí:
"Claro que conozco las consecuencias de mi acto. Soy una Diosa, y yo elijo mi destino".

Y nuestros labios se fundieron, se unieron nuestros cuerpos y nuestras almas. Elegí mi destino, y escogí acompañarte en el Averno.

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